IDENTIDAD PERSONAL

IDENTIDAD PERSONAL   
    Sin tener la menor intención de penetrar en el complejo y fascinante campo de la psicología, es conveniente comenzar diciendo que se reconocen en la identidad de cada individuo dos contextos diferenciados, aunque son en realidad complementarios: la identidad personal y la identidad social. La identidad social (o colectiva) supone que una persona, al pertenecer a un determinado grupo social, bien sea laboral, religioso, nacional, entre tantos otros, asume un conjunto de rasgos o atributos propios de esa comunidad. De tal manera que el individuo se forja o delimita el concepto que tiene de sí mismo y de su lugar en la sociedad. Por su parte, la identidad personal es un conjunto de atributos característicos de un individuo, como actitudes, habilidades, carácter o temperamento, virtudes y defectos. Estos rasgos permiten que la persona se diferencie de los demás y que, además, reconozca su propia individualidad y personalidad. Al respecto, Álvarez-Munárriz (2011) opina que cada persona es un ser completo en sí mismo pero en íntima relación con los demás.   
    Ser persona exige la presencia y la relación con los otros. Las maneras de estructurar estas formas de relación siempre están moduladas por la cultura de cada sociedad, pero en manera alguna podemos ignorar o excluir el sentimiento de identidad personal puesto que es un atributo esencial en la vida de cualquier individuo. En suma: la identidad personal es substantiva y al mismo tiempo relacional, es decir, compleja.   
    Del mismo modo, Vidal (2012) señala de manera crítica que la identidad personal, “entendida como individualidad (para diferenciarla del individualismo insolidario de las sociedades contemporáneas) supone un proceso dinámico, ya que a lo largo de la vida los elementos que la configuran pueden ir modificándose”. Ciertamente, existe un conjunto enorme de cuestiones que identifican a una persona y que tienen que ver más con elementos culturales que con cuestiones biológicas o anatómicas. Son los casos de la nacionalidad, los gustos personales, los hábitos, las capacidades, oficio o profesión, el comportamiento o la misma personalidad.  
    Es elemental, pues, que la sumatoria de estos parámetros defina o ayude a determinar la identidad personal de un individuo, independientemente de las características físicas. Está claro que esta concreción no sirve para efectos oficiales, administrativos o legales, pero sí orientan y conducen a establecer cómo es una persona y cómo se diferencia del resto. Pero al final la persona se adapta al medio que le rodea, como también le afecta la interacción con otros individuos en muchas y variadas circunstancias, donde por lo demás se observa que la gente no se comporta de la misma forma ante distintas situaciones. Justamente estas peculiaridades en las forma de actuar son lo que conforman a la identidad personal. En otras palabras, cada persona es única e irrepetible. Daros (2006) lo expone de la siguiente manera:  
    La identidad personal refiere, en particular, al conocimiento que tiene como objeto al sujeto humano actual y a su actuar en el pasado. Requiere, pues, además, la autoconciencia del sujeto personal permanente, esto es, de un sujeto que aunque cambian sus acciones, él permanece como sujeto, como el yo que se constata con un ser permanente y responsable de sus acciones libres, o sea, como persona, y diversa de cualquier otra.  
    No obstante, algunos autores como Revilla (2003), argumentan que, a pesar de que no es posible conservar una idea esencialista del individuo, existe una serie de elementos que impiden la disolución definitiva de la identidad, “anclando” al sujeto a una determinada identidad personal, “aunque de forma problemática, conflictiva, matizada y cambiante”. Para este autor, las identidades disueltas favorecen a los poderes económicos que insisten en la flexibilidad y la desregulación. Citando a Soldevilla, declara que las grandes corporaciones necesitan identidades sin memoria histórica, sin arraigo, para optimizar su proceso de adaptación al frenético ritmo de producción-consumo “que interesa a los nuevos y cambiantes dispositivos de la alta oferta tecnológica”. Afortunadamente, cada persona es relativamente autónoma, y depende para su desarrollo del entorno social y cultural, razón por la cual la liberación personal se obtiene modificando lo que lo determina, como lo es el conjunto de las instituciones que el ser humano ha creado y que puede constreñir o favorecer su libertad (Vidal, 2012). Es el primer paso a un verdadero cambio social e histórico. Ahora bien, llegado a este punto, es necesario profundizar un poco y hablar sobre los modelos de identidad personal (según Álvarez-Munárriz, 2011), a saber: Ontológico: Todo ser humano posee una estructura ontológica estable que constituye la base que canaliza las posibles transformaciones que a lo largo del tiempo soportan los seres humanos de cualquier época o lugar. Psicosocial: Por un lado, el sentimiento subjetivo de permanencia personal y de continuidad temporal garantizado por la memoria y fundado en el reconocimiento que los demás hacen de nuestra unidad y persistencia personal; y por otra línea, el ser social es lo que determina la conciencia de cada hombre, la sociedad fabrica la conciencia del individuo y en consecuencia la identidad de las personas. Ecosistémico: El sujeto es un sistema unitario que se autoorganiza dentro de un medio complejo y que tiene como resultado su propia individualización. Todas las relaciones de producción están coordinadas en un sistema que mantiene íntegra su identidad y autonomía a pesar de las perturbaciones a las que constantemente está sometido.  De cualquier forma, la aparente complejidad de estos modelos, que conjugan elementos de la antropología, la sociología y otras ciencias sociales, sencillamente ratifica que la capacidad de la gente para pensar y actuar por sí misma varía en función de su talento y formación sociocultural. En cuanto al proceso constructivo de la identidad personal, ésta surge principalmente desde la familia. Un niño de tres a seis años posee iniciativas (y anticipación de roles) frente a sentimientos de culpa: “yo soy lo que me puedo imaginar que seré”. Pero es el estadio de la adolescencia el momento evolutivo de la búsqueda de la identidad del individuo: “yo soy lo que decido y me propongo ser”. En el periodo adulto se da una relación íntima frente al aislamiento: “yo soy lo (los) que amo”. Y en la madurez plena y vejez se presenta la integridad (y sentido) frente a la desesperanza: “yo soy aquello que sobrevive en mí” (Erikson, citado por Fierro, 2006).  Como se observa, cada estadio resulta de la resolución de una crisis de identidad y formula el logro típico de las etapas bajo la forma de antítesis que contrastan con posibles fracasos correspondientes. Estas etapas de la vida manifiestan crisis de identidad, acontecimientos de ciclo vital o biográficos, que cambian contundentemente el entorno de una persona y su existencia de la vida; suscitando rupturas en el crecimiento biosocial o a lo sumo reajustes hacia ciertas condiciones. En estos procesos se involucra una gran cantidad de dimensiones e indicadores familiares, psicológicos, socioculturales, entre muchos otros. Así por ejemplo, hay dos dimensiones de la intimidad: la permeabilidad o apertura a los puntos de vista de los demás, y la mutualidad, o sensibilidad a los puntos de vista y a las necesidades de los demás. Pero lo que interesa recordar es, en cualquier caso, que en la construcción de la identidad personal se busca la autonomía moral y se dilaten las oportunidades del sujeto. La finalidad es el desarrollo de habilidades y la ejecución de tareas, pero también la capacidad de comprender y afrontar las permanentes situaciones confusas que aparecen en la vida. Por último, es oportuno mencionar algo sobre los problemas de identidad. En efecto, algunas personas sufren crisis de identidad, surgida a raíz de una dificultad en el proceso de individuación. Se ha determinado que algunas patologías como trastornos de la personalidad, psicosis y las esquizofrenias están relacionadas con estos hechos (Estaire, 2011). Sin embargo,  Como se puede inferir a partir de lo expuesto en estas líneas, es natural que sea precisamente la toma de conciencia por parte de los hombres y las mujeres, el acontecimiento trascendental que genera el impulso necesario que pudiera cambiar el estado actual de cosas, las comunidades, la sociedad, dado que muchísimas personas consideran inconsistente, injusto e insostenible. Efectivamente, esta concienciación hace que el sujeto deje de ser mero objeto de procesos, sistemas o estructuras para transformarse en ente reflexivo, crítico, poseedor de argumentaciones, racional y, muy probablemente, justo, íntegro, decente... Para ello es vital, y cómo no, reafirmar el hecho educativo eficiente, la revisión constante de los contenidos, y monitorear sin descanso la educación media y universitaria más allá de la evolución académica. Para decirlo en términos mundanos pero muy francos: escuchar, observar, pensar y comunicar son sugerencias que nunca sobran cuando se trata de los muchachos.  

María Guédez, C.I.: 8.141.005 

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